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Un rincón alpino con tonada criolla

by Florencia Vigilante | PH: Gonzalo Viramonte

OBERALMDORF. Así llamó Helmut Cabjolsky en sus orígenes a La Cumbrecita, que traducido al español significa “pueblo de la cima”.

De los pinos y las construcciones alpinas que caracterizan a la zona, poco (y nada) había a principios de 1930, cuando el alemán llegó a estas tierras por primera vez. Como en gran parte de las sierras cordobesas, el paisaje era agreste y la vegetación, escasa. No había puentes ni caminos que conectaran a este campo con otras localidades, sólo un gran cerro (el Cerro Cumbrecita, a 1450 m.s.n.m.) y un puñado de casas de criollos dispersas en la montaña.

Sin embargo, algo atrajo a Cabjolsky de esta fracción serrana. En 1934 compró el terreno y, a fuerza de trabajo, lo transformó en su lugar en el mundo. Según dicen, el impulso estaba escrito en su ADN. “Es el ritmo centroeuropeo: el empuje del alemán y del austríaco que los lleva a tener lo que tienen y a recuperarse de las grandes catástrofes”, explica su nuera, Margarita Cabjolsky (Greti, para los cumbrecitanos).

Una casa de adobe con un par de habitaciones sería suficiente para recibir a la familia y a los amigos, o al menos eso pensaron inicialmente. A medida que el paisaje iba tomando forma, eran cada vez más los que venían a conocerlo. El boca en boca se encargó de difundir la belleza del área y las pretensiones de Cabjolsky de dejar para su familia este rincón de descanso se fueron diluyendo. De a poco, y con el incentivo de algunos amigos, comenzó a gestarse la idea de construir un pueblo.

La pequeña casa se transformó en una hostería, que hoy sigue funcionando como Hotel La Cumbrecita, y Cabjolsky le pasó la posta a su hijo mayor, el ingeniero Helmut Cabjolsky. La premisa era clara: edificar un pueblo alpino en el corazón de las sierras. Influenciado por ideas de profesores conocidos de la familia, el ingeniero planificó el loteo, el trazado de calles y la provisión de agua. Fue él quien diseñó los mayores emblemas del lugar: el puente que da inicio al área peatonal, la austera capilla abierta a todos los credos y la fuente situada al lado del sendero que conduce al bosque.

Mis hijas siempre dicen: ‘papá era un genio’. Vivía en su mundo y fabricaba ahí dentro sus ideas. Era muy callado, pero tenía una gran capacidad arquitectónica y de ingeniería y la iba aplicando”, relata Margarita al recordar esa época. Allí, en casas alpinas que remitían a un pasado traído de otras tierras, las familias se juntaban alrededor de un disco para escuchar música clásica y compartir bocados de su tradicional repostería.

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