


Cataratas del Iguazú
300 kilómetros separan la capital misionera del destino infaltable para todo viajero que pase por esta provincia: las Cataratas del Iguazú.
Partimos de Posadas cuando todavía es noche cerrada. El amanecer nos agarra en la ondulante ruta 12. Los primeros rayos de sol desprenden nubes de vapor de la colorada tierra misionera, como si nos encontráramos en un gran sauna, o en una película de Indiana Jones, a punto de entrar en el templo perdido. A nuestro alrededor, la selva misionera es un gran ser vivo que despierta lentamente, pasando del misterio de la noche a la abierta exuberancia del día.
Ya llegando, nos unimos a la cola de autos, colectivos y minibuses que esperan para ingresar al Parque Nacional Iguazú, una extensión de 67.720 hectáreas que alberga el 80% de los 275 saltos de agua que conforman las cataratas, una flora autóctona con más de 2 mil especies, 450 tipos de aves y 80 clases de mamíferos, junto con una incontable variedad de mariposas (y otros insectos menos agradables). Una diversidad que sólo podría compararse con el amplio y constante flujo de turistas que atrae durante todo el año.
Tras un corto viaje en el Tren de la Selva y una caminata por las pasarelas, que te sumergen en medio del follaje hasta suspenderte sobre alguno de los anchos brazos del Iguazú (en guaraní, “agua grande”), finalmente aparece la famosa Garganta del Diablo. El punto donde la “maravilla” se queda corta. En realidad, todos los adjetivos de folletos y expresiones de asombro que pueda proferir, se quedan cortos. Imagínese estar parado al borde de un abismo de agua, que parece caer infinitamente desde 80 metros de altura, llevándolo hacia abajo con una atracción magnética casi irresistible, hipnótica. El rugido ensordecedor de mil leones, el viento fresco empapándolo con un spray de rocío constante, unidos a una sensación de vértigo y vulnerabilidad, que le hace cosquillear el estómago.
A lo largo de los dos circuitos principales (el inferior y el superior) se pueden ver cascadas y saltos de todo tipo y desde los más diversos ángulos. Algunos infaltables: agua, protector solar, repelente y una muda de ropa seca. Si quiere un poco de adrenalina, aproveche una de las excursiones en lancha que lo pondrán casi debajo de las cascadas, donde uno puede experimentar más acabadamente (por si el entorno no bastara) lo ínfimo que puede ser el hombre ante la magnificencia de la naturaleza. Advertencia: prepárese para mojarse por completo. También puede practicar un poco de senderismo a través de la selva o cruzar navegando a la isla San Martín. Si puede, aproveche uno de los Paseos de Luna Llena que el parque ofrece cinco noches al mes, una experiencia cuasi surrealista, aunque con un cupo limitado (120 personas), por lo que la reserva previa es ineludible. Eso sí, no se sorprenda si encuentra algunos acompañantes inesperados en su recorrido: monos caí, coatíes, aves que van desde urracas hasta tucanes, peces, lagartijas e iguanas y mariposas de todos los colores y tamaños.
A las 17:00, los guardaparques comienzan a desalojar a los turistas rezagados. Si un día no le bastó y quiere volver al otro, no olvide sellar su entrada en el ingreso, para obtener un 50% de descuento. La noche lo llevará de regreso a Posadas, o bien a Puerto Iguazú -a sólo 17 kilómetros de la reserva-, una ciudad con muchas opciones en materia de actividades y estadías (desde departamentos y hoteles modestos, hasta fastuosos establecimientos con cabañas en el medio de la selva).